martes, 13 de junio de 2023

Anselmo Polanco Fontecha

Nació en Buenavista de Valdavia (Palencia, España) el 16 de abril de 1881. Entró en el convento agustino de Valladolid y allí emitió sus primeros votos en 1897. Pasó después a La Vid (Burgos) donde completó los estudios. Ordenado sacerdote el año 1904, en 1922 fue nombrado Prior de Valladolid, y en 1932 Provincial de la Provincia Agustiniana del Santísimo Nombre de Jesús de Filipinas. En todo momento se distinguió por su amor a la concordia, su delicadeza de espíritu y su atención a la observancia religiosa.



Siendo todavía Provincial, en 1935 fue nombrado obispo de Teruel. Cuando llegó a oídos de su madre que había sido nombrado obispo le dio un sabio consejo: “Tú que siempre fuiste buen hijo, sé ahora buen padre”. Se preparó con unos Ejercicios Espirituales en la Cartuja de Zaragoza (Monasterio de monjes cartujos) y recibió la consagración en la iglesia de los Filipinos de Valladolid. Como su padre estaba enfermo, sólo pudo asistir a la consagración su madre, que cuando la felicitaban respondía: «No son éstos los mejores tiempos para ser obispo: mas, en fin, si le matan... ¡qué le vamos a hacer! También los mártires dieron su sangre por Jesucristo.» «Mucho tendrá que sufrir, pero más sufrió el Hijo de la Virgen.» En octubre de 1935 hizo su entrada en la diócesis de Teruel. Al tomar posesión dijo: “He venido a dar la vida por mis ovejas”. En el gobierno de la Diócesis brilló por su celo pastoral, por la pureza y santidad de costumbres, su amor a los pobres, su intensa vida de oración y austeridad, privándose de lo necesario para dárselo a los más necesitados.

Un año más tarde estallaría la guerra civil española que cobró muchísimas víctimas y que iba a convertir la pequeña ciudad de Teruel en uno de los puntos de lucha más cruenta. El pastor permaneció siempre al lado de sus ovejas prodigando consuelo y fortaleza.

En 1936, la ciudad de Teruel quedó en el bando de los nacionales. El 3 de agosto la aviación republicana bombardeó la basílica del Pilar de Zaragoza y allí están las bombas que milagrosamente no estallaron. En Teruel, el obispo Polanco presidió en su Catedral el canto del Te Deum y el himno a la Virgen del Pilar, en acción de gracias. Teruel fue poco a poco rodeada. Cuando alguien sugería al obispo la conveniencia de abandonar la ciudad, repetía: «Yo soy el pastor, no puedo separarme de mi rebaño.» Los incendios de las iglesias, el asesinato de los sacerdotes de su diócesis y tantos crímenes y desolación le hacen sufrir indeciblemente. Teruel es atacada por columnas procedentes de Valencia, Cataluña y Cuenca, que estrangulan el cerco. El padre Polanco padecía las zozobras y sobresaltos de la guerra, pero mantenía su firme voluntad de cumplir con su deber.

El bombardeo provocó el hundimiento de la nave izquierda de su Catedral. Allí se presentó de inmediato el obispo para prestar auxilio a los heridos. Dañado también el palacio episcopal tuvo que trasladarse al seminario, donde compartió con soldados y refugiados, la durísima vida de los asediados. Día a día llegaban párrocos de la diócesis que escapaban aterrados de la persecución. Allí tuvo ocasión de demostrar su amor y abnegación sin límites. Cuando fueron liberados los pueblos de la parte de Albarracín, fue a visitarlos sin reparar en los riesgos. Y cuando alguien se lo hizo notar, respondió: «Mayores peligros corren en las trincheras».

Batalla tras la batalla, la ciudad fue cercada y horrorosamente asediada y bombardeada 312 veces. El obispo se refugiaba como todos en los refugios subterráneos y entre el polvo y los escombros, derrumbes y estruendo de minas, dirigía el rezo del Rosario con lo que la gente, que le llamaba «el Pararrayos», cobraba ánimos. En medio del peligro, siguió atendiendo a sus fieles en templos y hospitales.

En marzo de 1937 escribió una carta pastoral, en la que hablaba de las penalidades de los sacerdotes perseguidos. Pide perdón para los perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo en la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Insiste en que se debe rendir culto a Dios, aunque los templos hayan sido arrasados. En mayo de 1937 asiste al entierro del arzobispo de Valladolid y abraza a su madre en Buenavista, que le dice al despedirse: «Anselmo, tú, a ser bueno. La obligación ante todo.» Y a los presentes: «Su puesto es aquel.» Mujer de fe recia. El adagio latino nos dirá que “filii matrizant,” (los hijos se parecen a sus madres).

El 8 de enero de 1938, el obispo Polanco, vestido con el hábito de agustino y acompañado por un grupo de sacerdotes diocesanos, se entregó al ejército ocupante. Prisionero, soportó fuertes presiones para que retirara su firma de la carta del episcopado que denunciaba ante la opinión mundial la persecución que sufría la Iglesia en España. Junto con su Vicario General, Felipe Ripoll, sufrió el encarcelamiento durante trece meses. Pocos días antes de concluir la guerra, el 7 de febrero de 1939, junto con otro grupo de prisioneros, fue asesinado en Pont de Molins (Gerona) cerca de la frontera francesa. El lema de su escudo episcopal se hizo realidad: “Me sacrificaré y me consumiré por vuestras almas”.


Beatificación

El 2 de julio de 1994, el papa Juan Pablo II declaró mártir a fray Anselmo Polanco, uno de los trece obispos ejecutados en zona republicana, siendo beatificado el 1 de octubre de 1995.


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